Mi camino musical 


 

 

1. Mis primeros años
2. Amorebieta (1957-59)
3. Villafranca (1959-62)
4. Markina, Vitoria (1962-67)
5. Pamplona (1967-73)
6. Valderas (1973-79)
7. En Vitoria (1979-2023)
8. El “Claustrum Armonicum”
9. Investigación en archivos
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Profesionalmente he dedicado mi vida a la enseñanza de filosofía y otras asignaturas en diversos Institutos de Enseñanza Secundaria, pero la música ha sido mi afición y actividad complementaria fundamental, por lo que intentaré en los párrafos y páginas que siguen describir sucesivamente los datos y detalles más relevantes, los hitos más significativos de la música en mi vida. Cada uno de los apartados siguientes, como miliarios de una calzada romana, nos situará sucesivamente en el tiempo y describirá los datos fundamentales de esa etapa.

 

1. Mis primeros años

La primera década de mi vida transcurre en Sofuentes, un pequeño pueblo aragonés de apenas 450 habitantes, dependiente administrativamente del más conocido, Sos del Rey Católico.

La música en estos primeros años en Sofuentes apenas tiene influencia en mi vida y educación, pues ni formaba parte de la tradición familiar ni integraba el curriculum escolar. Mis recuerdos musicales se reducen a algunas canciones patrióticas que en la escuela, puestos en pie, entonábamos los sábados a la tarde antes de terminar la semana escolar. (No me he confundido: había escuela los sábados y librábamos los jueves a la tarde).

Recuerdo también que a veces alguna vibrante jota rompía el silencio de las mañanas cantada por algún labrador camino del campo y que algunas mujeres (¡cómo olvidar a Paquita Cuartero!), mientras en las mañanas “extremaban la casa” (“limpiaban” en lenguaje local), entonaban coplas y cantares, cuyos sonidos y ecos se perdían entre las callejas.

Por último, como único contacto en mi infancia con la música coral citaré el pequeño coro local que, acompañado al armonium por Victoria Pérez, cantaba en las misas de algunos domingos y fiestas el repertorio religioso tradicional de la época, en el que figuraba una de las misas de Lorenzo Perosi para las grandes solemnidades.

 

2. En Amorebieta (1956-1958)

Mi contacto real con la música y donde se enciende la primera chispa de la que sería mi gran afición posterior se produce tras mi ingreso en 1957 en el Seminario de los Carmelitas Descalzos, donde permanecí dos años primero en Amorebieta (Vizcaya) y tres más en Villafranca (Navarra). Parafraseando a Locke, podría repetir que mi formación musical previa era «tamquam tabula rasa», como una pizarra en blanco, que luego se fue llenando de notas, acordes, melodías, armonías, autores, repertorios, …

Para ilustrar que realmente mi pizarra musical estaba sin estrenar, contaré una anécdota del momento: En los primeros días de colegio, para poner en marcha un nuevo curso, además del encaje de las actividades comunes (clases, horarios, aulas, recreos, …), una de las labores previas era distribuir entre los recién llegados diversas actividades o funciones realizadas sólo por unos pocos: quiénes aprenderían piano, quiénes serían los responsables permanentes o temporales del material deportivo, del cuidado de los jardines, … A mí, por ejemplo, me correspondió ser uno del grupo que aprendería mecanografía, y que por tanto, tras el aprendizaje oportuno, se encargaba de pasar a máquina los textos de notas, avisos, folletos, revistas y publicaciones del colegio.

En este contexto de distribución de funciones, una de las primeras actividades musicales fue distribuir en el coro tradicional del colegio a los recién llegados por registro y timbre de voz. El coro, que cantaba en las ceremonias religiosas ordinarias y otras ocasiones como cumpleaños, fiestas, veladas literarias, … no era un coro seleccionado entre los alumnos, sino que en las celebraciones todos formábamos un solo coro que cantaba algunas obras, preparadas previamente con ensayos por voces y conjuntamente. El día citado de la selección y asignación de voces, cuando me tocó el turno, me encontré junto al organista sentado al piano y junto a él, de pie, al que sería nuestro director de coro, el Padre Eliseo. “Canta una escala”, me pidió éste, tratando de crear un clima de confianza, pero yo permanecí en un absoluto silencio. “¿Estás nervioso, tienes algún problema?”, me preguntó, tratando de tranquilizarme, y mi tímida respuesta fue: “Es que no sé qué es una escala” .

Con semejante entrada triunfal es evidente que no fui seleccionado para solista. No recuerdo cómo acabó la historia, pero supongo que pasé a engrosar una de las cuerdas de relleno, pongamos de tiple segundo. En todo caso, unos comienzos tan poco prometedores no impidieron que mi experiencia de cantar a coro, una de las mejores cosas que me han pasado en la vida, supusiera el gozoso punto de partida de mi recorrido vital por la música, una actividad que abrió ante mí un singular horizonte de posibilidades y disfrute personal.

De aquella etapa no guardo partituras. Entre los pliegues y recovecos de la memoria están una jota de texto muy conocido ("Que me ha dicho mi madre que no coma perdiz, porque me hace la tripa cu-chi-chí, cu-chi-chí") cuya música podría tararear, pero cuya partitura no he localizado. Recuerdo también la primera canción que cantamos en euskera, un idioma del que apenas tenía más noticias que su existencia y que a mis once años supuso mi primer contacto musical con la cultura vasca. Recuerdo la experiencia de cantar a coro y en un idioma desconocido como un agradable paseo en otoño por un tibio bosque cubierto de nieblas. La canción se titulaba “Agur, Zuberoa” y la preparamos para cantársela al director del Colegio, el Padre Fidel, el día de su cumpleaños.

De estos inicios sólo tengo excelentes recuerdos musicales: cómo disfrutaba con los más de cien estudiantes preparando a voces canciones para celebraciones de todo tipo, cómo me quedaba literalmente arrobado con el timbre de algunos tiples solistas como José Antonio Garay, con el que todavía mantengo una buena amistad.

Como en el ya citado poema de Kavafis, aquí empezó mi viaje musical a mi Ítaca particular, un viaje largo, lleno de hermosas aventuras y experiencias. He debido superar algunas dificultades, pero han sido muchas más las mañanas de verano en que he llegado a puertos nunca antes vistos, donde he descubierto hermosas partituras, grabaciones y melodías y he procurado aprender de los sabios y maestros que he encontrado en el camino. Y aunque éste apunte a su fin, me gustaría que la música me siga ofreciendo todo lo que tenga que darme y me permita ofrecer en esta página mi trabajo a quienes quieran compartir esta última etapa conmigo.

 

3. En Villafranca de Navarra (1958-1961)

Villafranca de Navarra, mi segunda residencia durante tres cursos más como alumno carmelita, afianzó y reforzó mis aficiones musicales. De los diversos conventos en que residí Villafranca es del que guardo un mejor recuerdo. Me limitaré aquí a señalar los tres datos más importantes de esta etapa relacionados con la música, dejando deliberadamente al margen otros temas de contenido más ideológico. Entre los datos musicales destacables citaré:

•  El Padre Manuel, director del coro

Con este nombre quiero personificar a un conjunto de muy jóvenes profesores, cuya edad apenas era diez o doce años mayor que la nuestra (padres Ramiro, Clemente, Guzmán, …), que coincidieron en esos años con otros profesores y educadores de una generación anterior pero de probada bonhomía y equilibrio (padres Ángel María, Heliodoro, Antonio María, …) y que consiguieron que nuestro paso por Villafranca sea recordado con especial cariño.

Llenaron nuestra adolescencia de grandes ideales y, en una época que en lo que se refiere a educación de la afectividad estaría muy alejada de los criterios pedagógicos actuales, fueron capaces de introducir modificaciones en el rígido funcionamiento casi cuartelero con el que funcionaban los internados de la época.

De los citados, el Padre Manuel (Joaquín Mª Maquirriain), del que, pocos meses después de su muerte (fallecería el mismo día que mi madre), se editó una recopilación de su obra musical con el sugerente título de “Cuando los sentimientos se hacen canción” (Villafranca, 2015), fue el que sin duda tuvo un impacto mayor en nuestra formación musical. Hombre lleno de vitalidad, nos contagió su entusiasmo por la música y la cultura. Como músico, sustituyó como director del coro al Padre Liberato, lo que supuso nuevos aires, nuevos repertorios y sobre todo un clima en el que los ensayos, la preparación e interpretación de nuevas obras para diversas oportunidades se convirtieron en momentos inolvidables de disfrute para quienes en ellos participamos.

Desde un punto de vista más técnico, un dato musical novedoso respecto a Amorebieta es que, como la edad los estudiantes en Villafranca estaba entre 13 y 17 años, el trabajo en coro permitía abordar obras corales para coro mixto frente al coro exclusivamente de voces blancas de Amorebieta, donde la edad de los alumnos era de 11 o 12 años. Los ensayos tenían día y hora prefijados en la distribución semanal de actividades y se reforzaban y ampliaban con horas extras en las grandes solemnidades.

Es en Villafranca donde los nombre de los grandes polifonistas y otros compositores fueron incorporándose como compañeros de viaje en nuestro recorrido musical personal, alternando con obras profanas varias (canciones vascas, rusas, habaneras, …) que todavía recordamos y hasta entonamos cuando nos reunimos antiguos compañeros.

•  Mis inicios como pianista

Como ya he dejado apuntado, estudiaban piano no aquellos que querían, sino los que al comienzo del primer curso en Amorebieta habían sido designados para pianistas. Solo si alguno de los “pianistas” abandonaba el colegio, se nombraba un sustituto que ocupara el lugar del que se marchaba, de forma que siempre había un número fijo de pianistas por curso. Este fue mi caso. En mi segundo año en Villafranca quedó una plaza vacante y el director me eligió para ocuparla. Debo reconocer que esta elección no me agradó en exceso. Para empezar, mis compañeros me llevaban dos o tres años de ventaja lo que me hacía sentir incómodo por ir siempre a remolque, y como segundo dato, conviene saber que el horario de estudio coincidía con uno de los recreos diarios. Cuando al recreo que seguía a las comidas le faltaban veinte minutos para terminar, un toque de silbato especial suponía que los “pianistas” dejábamos el frontón, el fútbol, el juego o la actividad en que estuviéramos ocupados para dirigirnos a los pequeños cuartos en que unos pianos no demasiado bien afinados nos esperaban con páginas de ejercicios, escalas, arpegios y estudios, que repetíamos torpe y mecánicamente, como bien describe Saint-Saëns en uno de los números de su “Carnaval de los animales”.

Dicho esto, debo añadir que lo que inicialmente no fue muy de mi agrado, poco a poco fue cambiando y que las chispas y pequeñas brasas que se formaron a la vez que mis dedos aprendían a deslizarse por el teclado de aquellos viejos pianos se convirtieron poco a poco en una pequeña y hoy ya vieja antorcha, cuya luz me ha ayudado a disipar algunas nieblas en momentos difíciles y a iluminar otros más afortunados. Aquella afición nacida en aquellos casi olvidados catorce años fue creciendo hasta que, años después, recién casado, pude hacer realidad el tan ansiado sueño de mi juventud, comprando con mis primeros ahorros el piano que ha acompañado mi vida. No sabría decir si yo he acompañado al piano o el piano me ha guiado a mí, pero lo cierto es que hemos recorrido juntos muchos de los mejores momentos de nuestras vidas.

•  La importancia de la música en el colegio

Cuando alguna vez vuelvo la vista atrás y reflexiono sobre nuestro pasado, no deja de sorprenderme que los que hemos cursado bachillerato de letras primero y luego en la universidad alguna carrera de “letras”, de las siete bellas artes clásicas (Arquitectura, Escultura, Pintura, Literatura, Teatro, Música y Danza) hemos debido aprender durante años sucesivos y cada vez en manuales más voluminosos datos más que suficientes de Historia del arte y de la Literatura, pero ninguno de música.

A lo largo de nuestros años de formación hemos tenido que aprender y rendir cuenta en los exámenes correspondientes de nuestro conocimiento sobre vida y obras de arquitectos como Juan Bautista de Toledo; escultores como Pompeyo Leoni; pintores como los discípulos del Greco o los paisajistas holandeses; literatos como Lope de Rueda, Gutiérrez de Cetina y otros autores que no son en expresión coloquial “de primera línea”.

Por citar un dato de mi propia biografía, cuando nos juntamos antiguos compañeros de facultad, todavía alienta entre nuestros recuerdos el pánico y esfuerzo mental que nos suponía que para aprobar la asignatura de Griego fuera obligatorio superar un examen sobre el contenido del libro “Historia de la literatura griega” de Quintino Cataudella, con la vida y obras de más de 800 autores, de los que sólo unos pocos, pongamos una cuarentena, alcanzaban el nivel de Eurípides, Sófocles, Platón y otros maestros.

Sin embargo sorprende que estos mismos miles de estudiantes que hemos obtenido el título de licenciados en Historia, Literatura, Filosofía, Arte y otras especialidades hayamos podido hacerlo sin que en casi veinte años de estudio hayamos visto en un libro de texto o escuchado en una clase ni una sola alusión a lo que en la cultura occidental han supuesto nombres como Bach, Beethoven, Mozart, Palestrina, Victoria, … cuya importancia cultural entiendo es equiparable a las de Leonardo, Miguel Ángel, Goya, Velázquez, Cervantes, Shakespeare y otros genios.

Añadiré algo más. Desde que se implantó, creo que con Villar Palasí, la asignatura de Historia de la Música en Bachillerato al comienzo de los años 70 hasta hoy, salvo experiencias individuales plausibles, la asignatura no ha pasado de ser una “maría” en el currículo escolar, bajo ningún concepto equiparable a otras asignaturas teóricamente afines como la Historia de la Literatura o el Arte. Me atrevería a decir que, casi cincuenta años después, la música sigue siendo la cenicienta de la formación humanística. Los quizá excesivamente largos párrafos precedentes no están escritos por un interés investigador o sociológico de la música en la educación, sino sólo para mostrar como contraste mi sorpresa por la importancia que tenía la música entre los alumnos del colegio de Villafranca en una época de dominante desierto cultural como era la época del franquismo de los cincuenta. No creo equivocarme si afirmo que, si se hubiera hecho entre sus alumnos una encuesta sobre su conocimiento de nombres como Mussorgsky, Bach, Vivaldi, Mozart, Falla, Guridi y otros autores, hubiera dado como resultado que éstos y otros músicos así como algunas de sus obras (lo que coloquialmente entendemos como “música clásica”), eran ampliamente conocidos y formaban parte del mundo cultural de prácticamente la totalidad de los alumnos. Seguramente esto era así por diversas razones o circunstancias, entre las que apuntaría:

4. La música en Markina (1963-64) y Vitoria (1964- 67)

Tras un año más en Larrea, del que aparte del canto gregoriano habitual no tengo recuerdos musicales especiales, mi estancia en los Carmelitas continuó unos años más en los conventos de Markina (Vizcaya) y Vitoria, donde, al acabar los estudios de Filosofía, abandoné los estudios religiosos.

En Markina estábamos tan solo 16 estudiantes. A pesar de un número tan escaso, había buenas voces entre nosotros, lo que nos permitía interpretar regularmente obras polifónicas a tres y cuatro voces sin problemas. Uno de los conventuales, el P. Celso, decía de nosotros que de los cursos que habían pasado por el convento de Markina éramos “el curso más trabajador, el que más pan comía y el que mejor cantaba”. Ignoro la verdad de las dos primeras afirmaciones, pero confirmo que no cantábamos nada mal. De nuestra formación musical y de los pianistas en particular se encargaba el ya citado padre Emiliano, excelente persona, buen organista y magnífico músico. Sin duda el hito musical más comentado de nuestra estancia en Markina fue la interpretación de la obra “Txoko zar” (“Viejo rincón”) compuesta para cuatro voces iguales por el P. Emiliano como himno para los socios de la sociedad gastronómica del mismo título del cercano pueblo de Legazpi. A pesar de su exigencia vocal (algún desdoble a seis voces, un “SI” alto para los tenores, etc…) la interpretación fue muy aplaudida y recibió el reconocimiento y aprobación de su autor cuando la cantamos bajo su dirección. Los interesados pueden consultar la partitura, seguramente inédita, en otro apartado de esta web.

Como síntoma de los nuevos tiempos en la Iglesia, inmersa de lleno en el Concilio Vaticano II, en Markina comenzamos algunos estudiantes, entre ellos yo mismo, a tocar instrumentos como la guitarra, compatibilizándolo en mi caso con los de piano y órgano, no sin alguna llevadera puya del Padre Emiliano.

Carmelitas de Vitoria
En Vitoria, mi última etapa con los Carmelitas, nos juntamos más de sesenta estudiantes, pues a los habituales de la provincia religiosa (Cantabria, Euzkadi, Navarra, Rioja) se unieron otros estudiantes procedentes de otras regiones (Cataluña, Andalucía,…) y de otros países (Portugal, Perú,…). Los años de estancia en Vitoria, que en lo religioso coincidieron con el final del Concilio Vaticano II, fueron una etapa de grandes expectativas y también de profundas convulsiones ideológicas. El nuevo clima del Concilio y su puesta en marcha, acompañada en ocasiones de tensas discusiones, generó inicialmente entre nosotros esperanzas y algún que otro desencanto. Pero, fiel a mis propósitos, no trataré aquí temas ideológicos o religiosos y me limitaré a desarrollar los aspectos musicales de este momento, entre los que merecen ser señalados:

Por diversas razones o coincidencias los alumnos de Vitoria de esos años, algunos dotados de voces extraordinarias, formamos un grupo coral de una calidad excelente que disfrutaba con los ensayos y continuamente se planteaba nuevos retos. Algunos datos que confirman y refuerzan lo dicho serían:

La vida musical no se limitaba al coro oficial. Su presencia desbordaba el marco del coro y así lo ponen de manifiesto:

•  Estudios de piano y órgano

Como en cursos anteriores, en Markina y Vitoria los que habíamos sido designados para pianistas seguíamos las rutinas de estudio del instrumento a la vez que nos íbamos turnando para acompañar al órgano tanto los cantos de celebraciones públicas en la iglesia, como de la comunidad religiosa, acompañando en éstas el canto gregoriano en las fiestas oportunas o manteniendo el tono en la recitación de la salmodia los días normales.

Para que el lector se sitúe mejor ante el tema, conviene añadir que el objetivo principal no era conseguir pianistas virtuosos capaces de interpretar obras de alta dificultad, sino pianistas u organistas de nivel suficiente para acompañar los cantos de las celebraciones religiosas y rellenar con piezas breves los tiempos libros de las mismas (entrada, ofertorio, postcomunión, final). Por eso lo habitual era que, una vez alcanzado un nivel suficiente, los profesores de piano, normalmente el organista, se conformaran con supervisar el mantenimiento del nivel alcanzando, repitiendo a menudo en cursos sucesivos los mismos libros de estudio y ejercicios de años anteriores.

Esta situación daba como resultado que en los años de Vitoria, los “pianistas” habíamos alcanzado las destrezas y habilidad suficientes para acompañar en tonos musicales diversos según la altura musical entonada por el celebrante, éramos capaces de “coger el tono” y ajustar sobre la marcha la armonía de los acompañamientos, pero no virtuosos superdotados. Solo esporádicamente había alguno que destacaba sobremanera por su destreza y solo a éste se le presentaba a los exámenes oportunos del Conservatorio para convalidar y obtener los títulos oficiales. Yo solo conocí un compañero de estas características.

Los que no alcanzábamos tan alto nivel engrosábamos lo que cariñosamente y con un punto de humor el Padre José Domingo, músico de prestigio con el que convivimos tres años en Vitoria, llamaba el grupo de los “pianistas evangélicos”, ya que, como él mismo apostillaba, “nuestra mano derecha no sabía lo que hacía la izquierda”.

 

5. En Pamplona ( 1968-1973 ). Estudios universitarios

Abandonados los estudios religiosos, residí seis años en el domicilio familiar en Pamplona dedicados el primero a preparar el curso de Preuniversitario que aprobé en Zaragoza y los cinco restantes a cursar Filosofía y Letras en la especialidad de Filosofía en la Facultad de Letras en la Universidad de Navarra.

Mi vida musical se resintió profundamente. Sin piano, sin coro, en una situación nueva sin el contacto casi diario con la música,… musicalmente me vi perdido en medio de un árido desierto, en el que tuve que aprender a vivir sin tener que recurrir exclusivamente a los recuerdos. Afortunadamente, sobreviví porque no me faltaron algunos escasos pozos de agua fresca y algunos dátiles de pequeños oasis que hicieron más llevadera la travesía, entre los que podría citar:

 

6. En Valderas (León) (1973-1979). Inicio de mi vida laboral como profesor

Con el título de Licenciado recién conseguido, cerrada la posibilidad de seguir como era mi deseo en la Facultad de Filosofía como adjunto, me tocó llamar a muchas puertas para empezar a trabajar como profesor interino. Tuve varias posibilidades, algunas relativamente cerca de Pamplona, pero opté por ir a un pueblo de León para mí desconocido, Valderas, porque en su instituto nos ofrecían plaza tanto a mí como a Mari Loli, que por entonces era mi novia. Allí trabajamos durante seis cursos escolares. Fueron años de grandes ilusiones y proyectos y de los que nos quedan inmejorables amigos. En abril del primer curso nos casamos y, estando allí, nacieron nuestras dos primeras hijas, Susana y Edurne. Entre los datos de interés musical de nuestro paso por Valderas citaré:

 

7. En Vitoria (desde 1979 hasta hoy)

En el curso 1978-79 superamos mi esposa y yo las oposiciones oportunas, eligiendo como destino, en nuestro intento de acercarnos a Navarra, el centro escolar más próximo en que pudimos coincidir. Éste fue el Instituto Federico Baraibar de Vitoria-Gasteiz, en el que ambos hemos trabajado hasta nuestra jubilación. Vitoria ha sido desde entonces hasta hoy nuestra residencia, la ciudad donde se han cumplido muchos de nuestros sueños, donde siempre nos hemos sentido acogidos, y en la que la expresión “nos sentimos como en casa” no es un cumplido, sino la expresión de una realidad.

Primer instituto de Vitoria, hoy Parlamento Vasco, e Instituto "Federico Baraibar"

Como suele ser frecuente, los primeros años de incorporación a un centro nuevo suelen tener dificultades especiales. Ser el último en llegar significa de entrada ser el último en elegir y así fue mi caso. Los primeros cursos me tocó compartir no solo horario de diurno y nocturno, sino trabajar impartiendo filosofía y otras asignaturas en dos centros escolares, lo que supuso muchas horas intermedias “libres” y tener ocupadas con clases horas sueltas repartidas en las mañanas, tardes y noches de toda la semana escolar.- En este contexto era, más que difícil, imposible realizar algunos deseos latentes como cantar en un coro, asistir regularmente al cine o a conciertos, ser socio de “Cultura musical” u otras actividades sociales. Mejoró la situación familiar cuando, pocos años después, fui nombrado Jefe de estudios nocturnos, cargo que ocupé varios cursos, lo que, si por una parte descartaba por completo cualquier pretensión de actividad musical en dicho horario, por otra tenía la ventaja de que me permitía tener las mañanas libres y organizar sin excesivos agobios nuestra vida familiar, ya que, como Mari Loli trabajaba en diurno, yo podía ocuparme de llevar y recoger a mis hijas al centro escolar o guardería y cuidar las mañanas a nuestro último hijo, Sergio, nacido en febrero de 1982, ocupándose Mari Loli de atenderlos por las tardes.

Más de 30 años en el mismo centro de trabajo y más de quince desde mi jubilación dan mucho de sí, por lo que, por claridad, me limitaré aquí a exponer algunas consideraciones generales relacionadas con mi actividad musical en el Instituto Federico Baraibar, así como mi primer ingreso en un coro, posponiendo para ser tratados como puntos independientes otros temas no vinculados al instituto, como la creación con Esther Unceta del “Claustrum Armonicum” o mis trabajos de investigación de partituras antiguas por archivos y bibliotecas y la transcripción moderna de algunas.

De las actividades y proyectos relacionados con la música durante mi permanencia en el Federico Baraibar citaré la recuperación de un armonium, el intento de validar oficialmente los conocimientos de música y piano, mi trabajo como profesor de música durante algunos años, algunas otras actividades musicales complementarias y, no vinculada a mi actividad en el centro, mi regreso a la música coral, participando en un coro.

•  Recuperación de un armonium

La música salió muy pronto a mi encuentro en forma de armonium. Contaré la historia con cierto detalle. Cuando en septiembre de 1979 ocupé mi plaza de profesor de Filosofía en el instituto Federico Baraibar de Vitoria-Gasteiz, con la intención de conocernos mejor entre nosotros, una de las primeras actividades fue organizar en una de las dependencias del instituto una comida-reunión de todos los profesores recién incorporados, llevando cada uno algo para picar.

Allí descubrí en un rincón de la sala citada un armonium en desuso, que años más tarde supe que perteneció a la antigua capilla del primitivo Instituto Ramiro de Maeztu, hoy edificio del Parlamento vasco. Al fijarme en él y comentar que entre mis aficiones estaba la música, me pidieron que tocara o acompañara alguna canción. Lo intenté tras alguna resistencia, pero con el resultado de que era imposible hacerlo sonar por el estado lamentable del mismo, con varias teclas rotas, la tela de los fuelles podrida y hecha jirones que impedían suministrar el aire necesario para que sonara, un fuerte olor a humedad, …

Ahí podría haber acabado esta historia, devolviendo el armonium a su sitio, pero desde que lo vi surgió en mí el deseo de recuperar este instrumento, lo que inicialmente se tradujo en que, los días que hacía sol, entre el conserje y yo lo sacábamos al patio para que se oreara y perdiera la humedad y lo volvíamos a recoger una o dos horas después.

Cuando algunos años después en el reparto de asignaturas me correspondió la asignatura de música, conseguí un aula específica de esta asignatura con un equipo de sonido aceptable y, acordándome del instrumento, le propuse a la dirección que un lutier lo revisara y que pasara a formar parte del mobiliario del aula de música. Lo aceptaron, se reparó y se ubicó en el aula de música donde, durante los años que impartí la asignatura, lo utilizaba para ilustrar algunos de los contenidos de la de la misma.

En los años siguientes, cuando por ocupar cargos directivos dejé de impartir música, yo solía ir al aula de música con carácter voluntario (y gratuito) una o dos veces al año con cada grupo que cursaba la asignatura para explicarles los detalles del instrumento: cómo se producía el sonido, para qué servían los registros, sus posibilidades, ejecutar alguna pequeña obra, …

Como ninguno de los nuevos profesores sabía tocarlo, se optó por cerrarlo con llave y mantenerlo en el aula hasta que, sin saber cómo, un día apareció con la cerradura forzada, lo que derivó en que el instrumento se convirtiera en una especie de juguete colectivo de los alumnos hasta que llegaba el profesor, lo que aceleró su deterioro. Como solución, la dirección decidió retirarlo del aula y depositarlo en el almacén donde se guardaba el material sobrante o en mal estado que periódicamente se trasladaba al vertedero o se derivaba a reciclaje.

Allí estaba cuando fui nombrado secretario del centro y como tal responsable del material. Me dolía que el armonium siguiera en el almacén y, dado su estado de abandono, me preocupaba su futuro, seguramente condenado antes o después a su desaparición. Este sentimiento aumentó cuando en la revisión del inventario pude comprobar que no figuraba en el mismo, lo que hubiera dificultado e impedido su destrucción. Fue entonces cuando se me ocurrió el plan que describo a continuación.

Por esas fechas se hizo un gran esfuerzo administrativo para que el profesorado adquiriera cierto conocimiento y destrezas básicas en el uso de la informática, por lo que algunos profesores del centro, entre ellos yo, que habíamos entrado en contacto en nuestras horas libres con la informática en diversos cursillos, alguno de quinientas horas de duración, impartimos durante algunos años cursos de informática básica de unas cuarenta horas a nuestros propios compañeros, labor por la que se nos abonaba un complemento económico.

Fue en ese momento cuando, uno de los años, le propuse a la dirección no cobrar dicho complemento, ingresarlo en la cuenta del instituto y a cambio llevarme el armonium, cuyo futuro era más que dudoso, a mi domicilio. La dirección accedió y así lo hice. Como eran años en que lamentablemente la corrupción política ocupaba ya muchas páginas de la prensa, me cuidé mucho de hacer constar en documento escrito el abono citado con sello del instituto y firmas de la dirección para eliminar comentarios presentes o futuros.

Y ésta es la historia de por qué el desvencijado armonium de la capilla del primer instituto de Vitoria Gasteiz, rehabilitado nuevamente por dentro y por fuera por mi cuenta, está ahora en el salón de mi casa.

8, En el coro "Claustrum Armonicum"

Entrada de Xabier Sarasua; el triunvirato

•  Esther Unceta abandona el coro

En el verano de 2015, Esther Unceta, fundadora del coro y uno de los miembros del “triunvirato”, abandona el coro en medio de una cierta crispación.

Sin ánimo de polémica de ningún tipo y mucho menos de volver a encender un fuego que para mí ya está apagado, me apetece comentar aquí mi interpretación y vivencia personal de este acontecimiento, aunque solo sea para que quienes fueron amigos comunes puedan tener mi versión. Esther Unceta, como bien sabemos los que la conocimos, era y es una mujer de fuerte personalidad, gran capacidad de gestión y recio carácter. Sin ella, sin su fuerza y su capacidad, jamás el Claustrum hubiera volado como voló ni hubiera llevado a buen puerto algunos de los conciertos y proyectos emprendidos. Lo diré con un dato, por poner un ejemplo. Si la decisión de grabar el disco sobre el tema de la libertad hubiera dependido exclusivamente de mí, lo más probable es que nunca habría encontrado suficiente madurez musical ni en mí ni en el grupo como para realizar el proyecto, pero con Esther, su confianza y sus capacidades, fuimos capaces de sacarlo adelante con dignidad más que suficiente. Junto a Esther y Xabi, en épocas de gran complicidad y de trabajo compartido, fuimos capaces de gestionar y llevar a cabo importantes proyectos que todos los componentes del Claustrum y de otros coros con los que hemos colaborado conoce y reconoce. Sin embargo, y como ya ha quedado apuntado, entre los miembros del “triunvirato” las diferencias de carácter y de concepción del coro eran manifiestas. Por una parte, Xabi y yo éramos más flexibles y Esther más rígida en la gestión del coro. Lo diré con algunos datos y situaciones:

¿Cuáles fueron en mi interpretación las causas de su abandono del coro? Yo apuntaría dos:

Nuestra amistad se resintió. Yo me limité a mantener un respetuoso silencio sobre ella, sus plazos y sus procesos. Mantuvimos un respetuoso intercambio de mensajes y escritos y alguna conversación sobre nuestras diferencias hasta que tomó y comunicó al coro su decisión de abandonarlo. Aquí saltó la chispa de nuestra particular separación, porque en el mensaje dirigido al coro anunciaba su abandono y se despedía en términos muy correctos y afectivamente cálidos, dando las gracias a todos y deseando que quizá su camino y el del coro se volvieran a encontrar en el futuro y en el mensaje que me envía a mí me habla fundamentalmente de la existencia de un complot de todo el coro contra ella con el objetivo expresamente verbalizado de hacerle el vacío hasta conseguir expulsarla del grupo. Me pide además que no haga público el contenido de su mensaje.

A mí la alusión en su escrito a una conspiración absolutamente inexistente y quizá liderada por mí, que soy al único al que se lo comunica, me saca de mis casillas, porque es absolutamente falsa su existencia y todavía más aberrante que yo fuera instigador, lider o simple apoyador de la idea. No estuve de acuerdo tampoco en que me pidiera silencio (“el que calla, otorga”, dice el refrán) y le di dos días de plazo para que desmintiera la información que me había enviado, pasado el cual le digo que, en contra de su petición, haría público el contenido de su mensaje, puesto que si, como afirmaba, se trataba de una confabulación apoyada por todo el coro, todos sus miembros conocerían el plan, por lo que hacerlo público no desvelaría ningún secreto. Pasados casi tres días de escrupuloso y no siempre fácil silencio por mi parte, porque fueron días de gran tensión en el coro, hago público el mensaje y muestro mi rechazo a un complot absolutamente inexistente, lo que provoca un aluvión de mensajes y reacciones favorables y adversas que no son del caso repetir.

No me gusta hablar de mí mismo, pero me tengo por una persona equilibrada, capaz de reflexionar y analizar los problemas con cierta racionalidad, rectificando mi posición si es necesario. Han pasado varios años y ni un solo dato nuevo ha confirmado la citada campaña para echar del coro a Esther. Por otra parte, creo que entre mis virtudes está la lealtad. Jamás en mi vida he traicionado un amigo y terminar una relación de amistad como la que yo tenía con Esther con la acusación de ésta de mi participación en un complot para expulsarla del grupo superó el umbral de lo que estaba dispuesto a soportar. Los hechos, incluidos mis escritos, pudieron ser de otra manera. Seguramente todos hicimos cosas que hoy no repetiríamos. Tampoco voy ahora a hacer reproches a Esther o a puntualizar algunos mensajes recibidos, pero sí quiero dejar claro que Esther no se va en ningún caso por actuaciones mías en su contra y mucho menos por mi escrito ya que, cuando yo publiqué el mensaje, hacía ya dos o tres días que Esther había comunicado por escrito su abandono del coro. Cierro aquí el tema.

A Esther le invité a despedirnos como amigos, pero el mensaje no tuvo respuesta. Quizá no era el momento. No guardo rencor a nadie, lo que no impide que pueda discrepar de los planteamientos y comentarios de algunos. El mismo día de nuestro desencuentro definitivo redacté un escrito que todavía está en la web del Claustrum y que no mereció ni el más minimo comentario en el que le deseaba a Esther vientos favorables en su nueva singladura.

A lo largo de mi vida he tenido episodios de discrepancias con compañeros del instituto, pero jamás a ninguno le he negado la palabra o he roto la comunicación con él. Desde nuestra ruptura, Esther y yo nos hemos encontrado en varias ocasiones y en ninguna le ha faltado mi saludo de cortesía, pues creo que, pese a discrepar sin disimilo de algunas de sus posiciones, especialmente de su último año en el coro, junto a Esther y en gran parte gracias a ella, a su entusiasmo, su pasión por el coro y a su generosidad, se cumplieron e hicieron realidad algunos de los mejores deseos y proyectos musicales de mi vida.

9. Investigación en archivos. Transcripciones

El interés por el pasado forma parte de mi personalidad. A veces pienso que el mandato que la cultura moderna exige a quienes quieran incorporarse a ella se podría resumir en el imperativo: “ajusta tu vida a los nuevos y futuros cánones” (de belleza, tecnológicos, internet, redes, modas,…). Sin embargo, a mí me resulta más estimulante recordar y seguir el mandato socrático “Conócete a ti mismo”, tomado de la fachada del templo del Oráculo de Delfos. Conocer lo que eres era para los clásicos la condición de posibilidad para gobernar adecuadamente tu propia vida, crecer como persona y abordar correctamente los problemas, para lo que, en mi visión, es más útil mirar al pasado que al futuro.

En este proceso de autoconocimiento no me parece mala opción fiarse de los clásicos, apelar a la historia, aprender de las experiencias previas, no solo -como suele repetirse- para evitar caer en los mismos errores, sino porque de alguna secreta manera en la evolución cultural humana el pasado contiene larvadamente el futuro. En el mundo de la física, un terremoto por ejemplo, puede explicarse sin apelar a terremotos anteriores y el esquema de la explicación de todos los terremotos puede ser muy similar para terremotos antiguos y modernos, pero en el terreno de la cultura, el pasado late y condiciona las posibilidades del presente y difícilmente se puede explicar o entender un momento histórico sin los precedentes.

Miniaturas de antiguos copistas y fragmento de partitura de Ortíz de Landazuri (Archivo Diocesano de Vitoria-Gasteiz)

Lo diré con ejemplos musicales occidentales: Sería imposible entender y explicar el gregoriano sin las investigaciones musicales de Pitágoras y su escuela; sería igualmente altamente improbable la aparición de la polifonía medieval sin el poso del gregoriano sobre el que se construye; sería imposible el “Ave verum” de Mozart sin la polifonía de Victoria o Palestrina; sería imposible la música contemporánea sin el sinfonismo romántico; etc… Podríamos repetir esta secuencia con otras artes o manifestaciones culturales (escultura, arquitectura, literatura, …), pero no me parece necesario.

Ahí reside el interés por los clásicos o por el conocimiento del pasado, no para repetirlo, sino para entendernos mejor. El pasado, así entendido, no es algo muerto y esterilizante, es nada menos que la condición de posibilidad para entender nuestro presente y construir a partir del mismo. Personalmente me siento muy cómodo visitando a los clásicos. No me parece perder el tiempo leer las epopeyas de Homero o la Divina Comedia de Dante, a Cervantes o a Machado, visitar ruinas o museos, de igual manera que disfruto con el gregoriano o la polifonía renacentista tanto o más que con la última obra de vanguardia. Me ayuda a entender el presente sin ser prisionero del pasado.

Este viaje al pasado musical será el que de manera más intensiva ocupe esta última etapa de mi recorrido vital por la música, tras mi abandono del Claustrum.

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Me gustaría terminar este recorrido por mi vida musical formulando un deseo con mi pensamiento puesto en todos los que de cualquier manera me han acompañado en él: que la música siga siendo la que preste consistencia a nuestras vidas, que, cantando unos, tocando instrumentos otros, investigando en mi caso, hagamos realidad los versos de Shakespeare a los que puso música H. Purcell en una canción cuyo texto inglés me atreví a traducir al latín y que tantas veces canté con mis amigos del Claustrum:

Si música cibus amoris sit,
cum gaudio cantante,
semper in laetitia concinite
ut omni tempore anima nostra
in amore floreat

Si la música es el alimento del amor,
cantad con gozo,
cantad a coro con alegría,
para que en todo momento
nuestras almas rebosen amor
.”

 

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